El Vainiquero
¿Por qué El Vainiquero?
Porque era la mercería de mis abuelos maternos. Estaba en A Coruña (por aquel entonces La Coruña), en la calle San Andrés número 98, debajo de la sede de la Peña Taurina.
Yo sólo la conocí en San Andrés y mi abuelo ya había fallecido, de hecho no llegué a conocerlo, pero ya había puesto los fundamentos del negocio, por lo menos desde 1920 (casi 100 años ya), en la Plaza de María Pita.
La verdad es que no íbamos mucho por allí ya que vivíamos en Lugo y, antes, los coches y las carreteras hacían los viajes bastante más dificultosos que ahora. Pero allí estábamos siempre que podíamos y, sobre todo, en verano durante las vacaciones.
Era una tienda preciosa: techos altos, muebles de «madera madera» llenos de cajones con botones, hilos, pasamanerías, pañuelos, pasadores del pelo, etc., etc.
Los mostradores eran, por supuesto, también de madera, con la cubierta de cristal para exposición de mercancías. El más grande tenía tallado en el borde un metro (con sus centímetros correspondientes) que venían a revisar de vez en cuando las autoridades (no sé cuáles) para que mi pobre abuela no estafase a nadie con las medidas.
La máquina registradora era preciosa y hoy valdría una fortuna, pero cuando desmantelaron el establecimiento la malvendió mi tío por dos duros.
Allí aprendí a forrar botones y hebillas, a poner ojetes, los fundamentos del plisado, y algunas cosas más.
Lo que más me gustaba, por sencillo (estoy hablando de cuando yo tenía 6 o 7 años), era lo de poner ojetes. Mi abuela tenía una máquina para ello y un cajón de retales enorme y, siempre que íbamos, lo primero que hacía yo era sentarme a la máquina y a «ojetear». De hecho, recuerdo una ocasión en que mi abuela me llamó la atención, cariñosamente, porque gastaba tantos ojetes que le iba a arruinar el negocio.
También forraba botones y hebillas, bastante más complicado, sobre todo lo de las hebillas; pero eso lo hacíamos menos frecuentemente porque las fornituras eran bastante más caras que los ojetes y solíamos aprovechar las que tenían algún defecto o se desechaban por algún intento fallido de los trabajos que hacían los «profesionales».
Y, finalmente, siempre que íbamos, mi tía nos ponía a enrollar plisados detrás de la máquina de plisar. Esta máquina había ido mi abuelo a comprarla a París y lo hizo muy bien ya que duró hasta que cerró el negocio en los 70, unos años después de morir mi abuela. Era el único lugar en A Coruña donde se hacían plisados y tenían muchísimo trabajo.
También estaba la máquina de vapor, donde se fijaban los plisados, los moldes del plisado en capas que había hecho mi madre antes de casarse, una mesa enorme donde se extendían las telas sobre los moldes, unas tijeras tan grandes que casi había que utilizarlas entre dos personas (desde mi perspectiva de pequeñaja) y unas barras de hierro, que pesaban muchísimo, para fijar las telas y los moldes.
Sé que la máquina de poner ojetes y la de forrar botones, con sus moldes, están en alguna parte en casa de mis padres. Cuando las encuentre, si es que no se desintegraron ya, pondré alguna foto.
28 de enero de 2017